MIRADAS

Este domingo 15 de Junio participé en la presentación de la novela editada por Norma, Tiempo de Héroes. Soy uno de los autores. 

Nos ayudó en la presentación Jaume Segalés.

Y también nos ayudó Álex de la Iglesia. Hoy quiero hablar de él. 



O de su mirada. 

Creo que es un hombre acostumbrado a chequear con rapidez un escenario; eso es coincidente con su oficio. Para otras personas puede parecer que no ha prestado suficiente atención a los detalles, como me sucede a mí en ocasiones, con la diferencia de que yo todavía tengo que dar muchas explicaciones y él, posiblemente, tiene que dar menos. 

Para entender la mirada de un director de cine que llega a un sitio debéis ver algún reportaje de alguien que lleva 35 años fabricando sillas de nea o sexando pollos. Lo está haciendo bien, aunque te parezca que va demasiado rápido. 

Esto me lleva a pensar que otro de los motivos por los que me conviene alcanzar cierto estatus en el mundo creativo es para que se me respete como soy, porque parte de todo esto, mis despistes, mi impaciencia, mi mirada extraviada, aquello de mí que a veces provoca rechazo social, es parte de lo que soy y está en el mismo árbol que sujeta las hojas que me hacen escribir. 

Bien, pues os quiero hablar un poco de la mirada de Álex de la Iglesia, su actitud y sus cambios de ritmo, porque, en serio, para el buen observador, eso es casi tan importante como lo que dice. 

Por ejemplo, ahora mismo recuerdo que, durante la presentación, se me dio pie a hablar de algunos detalles del proyecto. No suelo mirar a quien no me pregunta más que en un rápido vistazo, y en ocasiones parecía que Álex estuviese pensando en que se había dejado la plancha encendida, o se quedaba un poco, así calibrando, si mi cociente intelectual estaba en 80 largo o 90 corto. 

Con menos tablas me habría puesto nervioso, o si no hubiese tenido la rapidez de pensar «¡Coño, eso es lo que dicen de mí, que parece que no estoy, que se nota que me sobra el resto de tu frase, que...!».
Bueno, ya me entendéis algunos. 

Todo eso no es verdad; ni Álex estaba pensando en que se había dejado la plancha puesta ni me estaba subestimando. Por supuesto que no. Un creador trabaja en un mínimo de tres niveles: 1 - Qué estoy viendo. 2 - Qué puedo hacer con ello. 3 - Se parece a algo que alguien haya hecho antes.

No puedes juzgar duramente a alguien que trabaja a un mínimo de tres niveles, cuando tampoco es como si pudiera evitarlo. Y, por ello, yo me sonreía por dentro, porque pensaba, y no me equivocaba, «ahora viene una pregunta. Esto le ha interesado. Está pensando en algo que se parece a lo que yo he dicho pero que alguien, quizá él mismo, dijo hace diez años. Está pensando en qué puede hacer con esto que está viendo. Se está imaginando que se cierran las puertas de la Fnac y que entonces pondremos en marcha nuestro plan verdadero y sangriento. Está pensando que tiene mil cosas que hacer cuando salga de aquí y le estamos implantando una nueva obligación por alguna idea que se le ha ocurrido. Está pensando que si Jaume se echase un poco hacia atrás, si Yolanda hiciese una pompa de chicle, sería un plano cojonudo».

Por supuesto, todo esto puede ser producto de mi imaginación.
O quizá él me miró alguna vez y se planteó acerca de mí «¿Por qué se ha parado un segundo a sonreír antes de responderme? Está pensando en qué puede hacer con esto que está viendo. Está pensando que va a escribir un relato en el que sale un director de cine que ha decidido suicidarse en mitad de la presentación de un libro que no es suyo. O quizá solo es un prepotente de la vela del carajo».

¿Veis lo que pasa? A veces es imposible vivir a tres, cuatro o cinco niveles. 

A veces es mejor dejar de pensar y ponerse a hacer cosas. 

Y, bueno, Álex, ya te di las gracias por venir y ahora te doy las gracias a otro nivel: gracias por haberte atrevido a legitimar el gusto por lo pulp, freak, bizarro o, simplemente, gracias por ser como nosotros, antes que nosotros, y demostrar que eso requiere talento, dedicación y confianza. 

pd - He visto el vídeo de la presentación y me he fijado en algo que no pude ver durante el evento. Álex se saca el móvil y hace esto. Qué bueno. 



EL CONSEJO DE DÉDALO

Uno de los motivos de crear este blog fue que me conocierais un poco. Así que veo obligatorio subir este texto. Tenía ganas hace tiempo. 

EL CONSEJO DE DÉDALO

Tengo 12 años; es verano. Estoy enfebrecido de magia e influencia, angustiado por los estrechos límites de mi mundo, impaciente por llevar una armadura y prestar batalla sobre las ruinas de mi hogar a cualquier horda que otro quisiera inventar por mí. Hago ruido al poner la máquina sobre la mesa. Todo el mundo sestea en mi casa debido al calor y temo que mi padre salga de su dormitorio, desnudo y enfurecido, sudoroso; pero no sucede.

            La máquina está en la mesa dispuesta a tragarse un rollo de papel y devolverlo escrito, pero tengo el mismo problema que antes. La máquina hace ruido al escribir. Las piernas se me pegan al plástico con que mi madre tapiza las sillas para que no se estropeen. Estoy seguro de que me llevaré el plástico por delante cuando tenga que levantarme a mear, pero no hago nada. Estoy delante de la máquina y espero. Quizá pueda no hacer ruido. Pienso en las primeras palabras de mi historia, de la ventana que necesito para salir de mi somera vida, y escribo una a una las letras, empujando suavemente la tecla y manteniéndola presionada contra el papel de modo que este se impregne de tinta.

            Me parece jodidamente excitante, el calor y sudor bajo las piernas, el silencio tenso de la casa, la sensación de aplastar la tinta contra el papel, la responsabilidad de crear algo que no existirá jamás de no ser por mí, sin pedir permiso de nadie. Puedo, realmente, escribir lo que quiera. Soy una imparable mezcla de emperador y vagabundo.

            Y un paquete de 100 folios me lanza gritos de futuro.



            Tengo 16 años; es verano. El plástico de la silla bajo las piernas es insoportable. La máquina de escribir es una metralleta del infierno, pero mi padre está sordo y algo borracho. No creo que se despierte. No creo que mi madre quiera volver a enfrentarme. Estoy furiosamente insatisfecho pero lleno de belleza y temeridad. Estoy enfadado con todo el mundo, asqueado del calor, con la espalda pegajosa, mucho más gordo que cuando escribí las primeras líneas de mi vida. Estoy cachondo como un mono enjaulado y no puedo evitar llevarme la mano una y otra vez a la polla, que recibe un pellizco de alivio cuando aprieto. Antes de darme cuenta, necesito masturbarme más que el agua y el aire.

            De seguir así mi vida, no podré acabar jamás una novela. Están empezando a desesperarme los párrafos que sirven para explicar lo que ya no tengo deseos de explicar. Tengo doce ideas nuevas en mente saltando como monos más cachondos y más encerrados que yo mismo.

            Sintiéndolo mucho, necesito hacerme una paja.



            Tengo 20 años; es verano. Los mortales dicen que la resaca es algo terrible que te sucede después de invocar a los dioses del vino. Yo, sin embargo, me encuentro satisfecho de mí mismo, dulcemente inspirado.

Mis padres están decepcionados conmigo, como siempre. Cuando acabe el verano tengo que recuperar toda esa parte ya podrida de la carrera que, en el fondo, sé que no voy a terminar. El verano es como una tortura secreta en que me hago real como nadie más puede serlo. Tengo tiempo, calor, recuerdos, todo es íntimo y esperanzador. Puede suceder cualquier cosa y, efectivamente, sucede.

            Estoy repasando ochenta páginas que escribí con 12 años. Me pregunto si tengo la necesidad de empezar algo bueno cada vez que el calor hace imposible la vida de los mortales. Me pregunto si no tengo otro modo de estar en paz conmigo mismo. Seguramente reflexiono cosas que la mayoría de los sabios de otras épocas dejaron para la vejez y eso me asusta y me hace sentir ilusionado.

            ¡Qué mal escribía antes! ¿A quién estaría intentando imitar? Ya no quiero imitar; quiero deslumbrar, pero me da la impresión de que pienso demasiado rápido para el lector medio. Sin embargo, siento una angustia repentina propia de los condenados a muerte. ¿Quién soy yo para escribir algo memorable?  Pero si no he vivido…

            Me asomo a la terraza y me fumo un cigarrillo consciente de que decepcionaré a mis padres si me pillan. En cualquier caso, son las cinco de la madrugada y no tengo sueño. ¿Cómo puede un escritor llenar su hueco y el de todos los que depositen en él su confianza? Tendré que vivir mucho, mucho más de lo normal.

            El calor es mi aliado, obliga a todo el mundo a alejarse. Yo, sin embargo, estoy acostumbrado a llevarme días enteros sentado encima de un plástico, sufriendo la misma vida por una frase mientras los demás duermen al fresco.



            Tengo 25 años; es verano. Desde que me prometí vivir hasta hoy, me he sentado cientos de veces en el banquillo de los débiles. Me he castigado el hígado, los pulmones, la nariz y la polla huyendo hacia delante. Sí, he visto rayos c más allá de las puertas de Tanhausser, pero justo antes de que me atravesaran las tripas. 

Tengo amigos y enemigos por igual y comienzo a darme cuenta de que el futuro no es ningún regalo. Quizá no esté esperándome cuando yo llegue. Quizá no haya ningún futuro para mí.

            Son las doce de la mañana y me tengo que ir al trabajo. Retiro ropas del desorden de mi cama y me encuentro plantado delante del ordenador, como si estuviese a punto de eructar un recuerdo importante. Tengo que estar en el trabajo a la una, por supuesto, pero ¿qué es un trabajo, sino un acuerdo entre partes que puede romperse en cualquier momento? Un trabajo es algo que se puede elegir; sin embargo, lo que me está sucediendo en este momento no se puede elegir. Estoy de pie, con la ropa en la mano, y acabó de tener la mejor idea de todos los tiempos para un relato. Estoy llorando de agradecimiento y, si me lo preguntas, de alivio al cerciorarme de que sigue habiendo belleza en mi interior.

            La ropa se cae de mi mano. Me siento en una silla giratoria que yo mismo subí de la basura; estoy en calzoncillos y el contacto con la piel falsa de la silla me hace predecir un nuevo tormento de calor, sudor y pelos. Es algo ritual, parecido a un destino. Debo sufrir para escribir algo jodidamente bueno. El ordenador zumba al encenderse y mi espalda inmediatamente se perla de sudor. Sudor y lágrimas. Estoy mucho más delgado que la primera vez que terminé una novela. Estoy menos enfadado. Soy menos valiente y menos peligroso, y ya solo necesito que me sequen al sol para que alguien juzgue si mi vida fue buena, porque siento que he dejado escapar muchas naves ganadoras entre borrachera y borrachera.

            Pero estoy de nuevo escribiendo en unas condiciones de calor y sufrimiento que no están al alcance de otros mortales y sé que la redención es posible, solo que ya no me queda más que una excusa para seguir respirando, para justificar mi vida caótica y decadente y todo el perjuicio que he ocasionado a mis seres queridos: ser el mejor, el más rico, el más valorado. Si no es así ¿de qué ha servido este claustro de sudor y mentiras?



            Tengo 34 años; es verano. Miro atrás y pienso que la soledad y el calor han sido muy importantes en mi vida, tanto como lo son para los carroñeros que aprovechan la debilidad de los depredadores, o para los muertos, que habitan el lugar del que huyen los vivos.

            Pienso que no he demostrado nada; o casi nada. Me he enredado con actividades demasiado vitales y auténticas como para poder dejarlas a un lado; soy padre, soy adulto. He agarrado brazos de personas que estaban suspendidas sobre el abismo y que ya no puedo ni quiero soltar; he jugado a los platos chinos con las obligaciones que van desde el amanecer hasta la noche y he dormido cinco horas al día para poder sentarme delante de un ordenador a terminar algún proyecto, la envergadura de otro Ícaro, otro visitante para el sol inmisericorde. Y pienso si no podría haber tomado algún atajo que me llevase a ser un padre y un adulto que pudiese ganarse la vida y el techo con lo que escribe. ¿Dónde perdí el tiempo? ¿Qué hice mal, yo que he crecido escribiendo, he respirado para poder seguir pensando, he experimentado para cortar y pegar y engrandecer todas mis ideas? ¿Será que me ha tocado tumbarme a la sombra como hacen los leones?

            No lo sé. Jamás acepté un consejo de Dédalo.

            Curiosamente, reflexiono acerca de todo esto escribiendo. Hace tanto tiempo que gané el último premio literario que ya casi me parece como una de esas anécdotas que inventaba para alterar a las damas y los caballeros en las reuniones de acera. He pasado por encima y por debajo de trabajos que humillarían a un escriba sin orgullo. Ni siquiera he sido nunca el mejor escritor del panal donde ahora cuelgo mis gotas. Hace veintidós años que comencé mi primera novela. Hace nueve años que reté al mar y a la luna para que me tragaran si yo no estaba llamado para la gloria. Entonces ¿dónde me puedo agarrar, cómo puedo seguir justificando el aire caliente que respiro?

            Curiosamente, reflexiono acerca de todo esto escribiendo.

            Soy un pájaro muerto que sigue picando el asfalto. Podríais meterme en un coche y ponerlo al sol, podríais envolverme en un sudario de plástico, podríais quitarme la pluma y el papel y darme un cuchillo y señalarme la piel de la barriga como lienzo, y yo seguiría escribiendo. Como siempre he hecho, cuando todos se acuestan, cuando todos se rinden, cuando todos se ríen, cuando todos me dicen que estoy demasiado cerca del calor, cuando parece imposible que me levante de mi última caída, cuando me despiden amablemente de algún sueño, cuando tengo que inventarme la hora veinticinco del día y llega una enfermedad y me la roba, cuando se quedan callados todos los oráculos.

            Escribo.

            En la duda y la miseria.

            Escribo.

    En el tiempo que otros emplean en querer y ser queridos.

    Escribo.

            En este claustro solitario de sudor y mentiras.


            Yo escribo.  

TAN EQUIVOCADOS



No es posible que estemos tan equivocados, que nuestra memoria lectora nos juegue tan malas pasadas. No es posible que, después de leer cientos, miles de libros, nos suene de puta madre usar adverbios acabados en -mente y gerundios, si es que estos son tan repudiados por el mundo editorial. Por no hablar de los llamados verbos débiles. 

No es posible tampoco que ciertas normas de estilo parezcan salir de la nada y se obedezcan ciegamente. A veces da la impresión de que, la gente que realmente sabía del tema, dejó encargada la lectura de manuscritos a otra gente más torpe o menos intuitiva y, dándose cuenta de que no les iban a hacer entender el sentido de las órdenes, se conformaron con explicarles: si ves las cosas de esta lista, descarta el texto; el escritor es malo.

Yo soy mucho de planteármelo todo y no dar nada por cierto hasta que he sido persuadido de su veracidad. Cada uno de los profesores que he tenido en mi vida pueden dar prueba de ello. Y mis amigos. Por eso no entiendo que hay reglas tan aceptadas que no se planteen y, por eso, visto lo visto, me las tengo que plantear yo para intentar entenderlas. Así que, en primer lugar, entiendo que la mayoría de la reglas de estilo sirven para: 

     Mejorar la sonoridad del texto.
     No sacar al lector de la realidad que está leyendo. 
     Enriquecer la experiencia lectora a un nivel intelectual o anímico.

Realmente, estos tres puntos están muy relacionados. Cuando una frase es cacofónica, cuesta más leerla, y cuando algo es difícil de leer, te saca de la realidad de la historia. Lo mismo sucede con las reiteraciones o las rimas internas, que si estás leyendo prosa, te crean una extraña sensación, como si alguien hubiese hecho una broma. Por supuesto, usar el lenguaje de modo adecuado, novedoso, virtuoso y creativo, enriquece la experiencia lectora. Esto puede sacarte de la lectura, pero solo un segundo, para morir un rato de envidia y seguir leyendo. En general, una prosa rica, contundente o acertada, no debe servir para exhibición del autor, sino como parte de la ambientación que se quiere crear. 

Entonces ¿qué es lo que creo yo que sucede con los gerundios? Pues que es muy fácil que se produzcan rimas internas, engorrosas reiteraciones de palabras que todas acaban en -endo y -ando. Además de esto, si no usamos otras formas verbales alternativas, siempre y cuando aporten el mismo matiz, el lenguaje usado se empobrece; se empobrece la obra; se disfruta menos. Ojo, que puede suceder lo mismo por evitar los gerundios como si estuviesen untados de mierda, que, a veces, no decimos exactamente lo que queríamos decir. Porque, como todos sabemos, no es lo mismo mearse encima que estarse meando encima. 

Algo parecido, entiendo, sucede con los adverbios acabados en -mente. Si usas muchos, a la vez usas muchas palabras que riman entre ellas y, por otra parte, te acomodas en un solo tipo de construcción. Aquí los matices son incluso más importantes a un nivel de estilo. Hay frases en que estos adverbios no se deben evitar. ¿Clavó la flecha con exactitud en el lugar indicado? ¿O, mejor, clavó la flecha exactamente en el lugar indicado?

Y, bueno, luego está el asunto de evitar verbos débiles como si quemaran. Estar. Tener. Con lo redomadamente gafapasta que queda un escritor cuando te lo imaginas, por lo que lees, que estaba buscando verbos alternativos usando el botón derecho de word, no fuera a ser que alguien se diera cuenta del detalle. Descansaba, mostraba, poseía, figuraba, permanecía, etcétera, etcétera, etcétera. Cuando uno está cansando, lo está. Cuando tiene hambre, la tiene. 

Llega un momento en que la vulgaridad del escritor reside en acumular parches para no usar según qué palabras. El despropósito, en ocasiones, es tragarnos sin mantequilla unas normas de estilo que no entendemos y que no entienden ni quienes las explican ni quienes las usan como filtro. En cualquier caso, quedo a disposición de quien quiera corregirme. Advierto que tengo decenas de escritores conmigo. Pío Baroja. Cortázar. Unamuno. Clarín... 

Mientras vosotros citáis un manual de estilo, yo solo tengo que abrir una página de un libro cualquiera escrito por un maestro cualquiera de la Literatura. 

Mi recomendación: escribe bonito, o feo, pero no canses. Cómete el coco para encontrar la frase exacta. Expresa las cosas de un modo en que no las hayas leído todavía. Si le coges el gusto a una construcción concreta, es hora de dejarla. Entiende cómo lo hacen los escritores que te gustan y cocínalo; no te lo comas crudo. Evita las rimas y las reiteraciones. Cuando cambies algo, mira arriba y abajo por lo menos media página. Si estás cansado de corregir, cierra el libro. Sigue corrigiendo cuando te encuentres con fuerza para pelear por cada palabra contigo mismo. Poca frase hay que no se pueda escribir mejor. 

Y no hagas caso a una norma que nadie te sabe explicar. No me hagas caso si no me he sabido explicar. 

YO Y TIEMPO DE HÉROES



Cuando Rafael Nebrera dejó de tomarse las pastillas y nos conminó a hacer algo tan grande como lo de Orson Welles y La guerra de los mundos, reconozco que entré el trapo yendo un poco de sobrado.

Allí había un pifostio de gente que se fue cayendo, agradeciendo el detalle de ser invitados y alegando falta de tiempo, necesidad de centrazo, dolor de tripa. Gente muy educada a la que luego ves poniendo a sus conocidos del facebook al tanto de cómo se encuentra el sofá de su casa cada 12 minutos. Pero bien, todo correcto.

Digo que fui de sobrado porque veía el proyecto con la distancia que da el conocimiento sobre el carácter voluble y bienqueda del ser humano en general, y de la gente que comparte redes sociales en particular. 

En cualquier caso, me quedé. 

Allí nadie tenía ni puta la idea de lo que íbamos a hacer con tamaña acumulación de energía, ya que tampoco había modo de conectarla a una dínamo y comenzar a cobrarle a Endesa, como el que ha amurallado su casa con paneles solares.

Por fortuna, coincidió que Daniel Estorach, después de trasladar un espinoso asunto al conocido e infalible terreno de «por mis santos cojones», consiguió recuperar los derechos de su novela Hoy me ha pasado algo muy bestia. Esto, en la propia casa de uno, es un notición, pero a nivel global no figura como si el último capítulo de Perdidos se lo hubieran dejado escribir a Charlie Kaufman, no sé si me explico. En cualquier caso, yo seguía pensando que toda aquella energía de la que hablé antes iba a acabar en un fanzine (oooooootro fanzine), que no iba a servir absolutamente para nada, ni en la vida de los escritores ni en la de los lectores, y uní este hecho ineludible con el premio que, a mi entender, merece alguien que tiene la fuerza de voluntad de darle la vuelta a la tortilla porque cree que su obra merece mejor suerte. 

Esta conexión de ideas la tuve el día de Reyes. Se lo comenté a los que quedaban en el grupo de Facebook, llamado en aquel momento Proyecto Orson Welles (y daaaaale, que no, que eso solo pasa una vez en la vida, que la gente ya está toreada, que El proyecto de la Bruja de Blair arrasó con lo que quedaba de inocencia, que ya lo intentamos con Cinerarium y no engañamos a naaaaadie). 

Es decir, lo que les comenté fue: «¿Por qué no hacemos algo útil y basamos nuestra creación, la que sea, en el mismo universo del libro de maese Estorach, y así lo mismo le hacen una peli?».

La idea gustó. Fue el regalo de reyes de Daniel, aunque en principio recibió la propuesta con la distancia y autocontrol de quien acaba de recomprar sus propios libros a una editorial, con la que por poco no tiene que batirse el cobre en la calle. Supongo que hizo una valoración de riesgos, lo consultó con su mujer, o se puso a jugar al Tomb Raider. En cualquier caso, no creo que consultase con su abogado, porque era festivo y porque tardó más o menos veinte minutos en aceptar la propuesta. 

Así que nos pusimos manos a la obra y no, no porque yo hubiese tenido esa idea, redondeando la de Rafa, penséis que dejé de ir de sobrado. ¿Estamos locos? 

Había tantas maneras de enfocar el asunto como modos de repartir las habitaciones en una casa ocupa, así que yo propuse (exigí para seguir en el proyecto), jerarquía y una organización argumental dirigida por alguien responsable. Que no me gustaba la idea de que cada uno escribiera el relatillo que le diera la gana. Que si creábamos héroes y villanos, debía haber una trama central que el lector quisiera seguir. Que esa elección de un responsable para coordinar las tramas redundaría en su coherencia y credibilidad. Y me dijeron: «¿Sí?, pues arreando, hermoso».

Así que me encargué del asunto. No os penséis que todos los del grupo entendieron, en ese momento, lo que significa trabajar en un equipo para la consecución de un fin común. Quiero decir, es ese tipo de momentos en que te das cuenta que muchas personas te están escuchando y, por dentro, están pensando: «Qué personaje más chulo tengo en la cabeza. Después de esto voy a tener que salir a la calle con gafas de sol y la gabardina hasta las cejas». 

Sí, hubo lucha de egos. Y no es que yo tenga razón siempre o deje de tenerla, es que cuando alguien me dice que lidere algo, en este caso un departamento de algo, se lo pregunto dos veces, una para que se lo piense y otra para que se piense por qué le estaré pidiendo otra vez que se lo piense. Quiero decir con esto que me convertí en un tirano elegido democráticamente, con unos poderes y límites acordados democráticamente. 

No sé si yo habría aceptado trabajar para alguien como yo. 

Los autores que quedaron vivos, después de estas primeras semanas de concienciación acerca de que habían invocado a Candyman, depositaron en mí mucha confianza. Lo que haya de positivo en Tiempo de Héroes lo han aportado los autores. Lo que haya de negativo es mi culpa. Esa es la otra cara de la responsabilidad.

Todos los autores, y la mayoría de los dibujantes del proyecto, han padecido en algún momento ese sentido mío de la responsabilidad, esa tiranía. Es posible que, si yo hubiese sido más elástico o menos controlador, el libro fuese mejor. O peor. Sería distinto. Hubo buenas ideas descartadas, sacrificadas. Hubo buenos personajes descartados, sacrificados. Ha habido capítulos enteros tirados a la papelera de reciclaje, escritos por gente de la que nunca dejaré de aprender cosas, gente que me ha dejado con la boca abierta en muchas ocasiones. También he modificado ideas iniciales cuando se me ha planteado una alternativa más jugosa, por supuesto. Actuar de otro modo habría sido lo contrario a la responsabilidad.

Es difícil poner a muchos creadores a trabajar en lo mismo, seguramente más difícil que con cualquier otro colectivo.

Les agradezco mucho la confianza depositada en mí, de todo corazón, y les pido disculpas por los malos ratos que les he hecho pasar, por las salidas de tono, por los fallos que les han obligado a trabajar horas de más y por cosas que les habrán molestado de mí y de las que quizá no he tenido noticias. 

En cualquier caso, creo que yo era la persona indicada para coordinar la faceta argumental de este proyecto, al menos la primera vez. Quizá se deba al simple hecho de que llevo muchos años escuchando las cosas que nadie quiere oír, pero sin las que no se puede mejorar como profesional creativo: los motivos de un rechazo. Y, como decía, esta solo ha sido la primera vez que lo hacemos, porque... 

Lo que os ofrecemos en estas entregas de Tiempo de Héroes es el seguimiento de una trama principal ideada por mí y desarrollada por personajes inventados por el resto de autores. Esto no se acabará, seguramente, cuando concluya, para bien o para mal, la venganza de PekinP. 

Entrarán y saldrán autores, dibujantes, compositores de banda sonora, maquetadores, correctores y personajes, pero la ambientación de héroes urbanos comenzada por Daniel Estorach ha llegado para quedarse. Estad atentos a los que os digo; me equivoco pocas veces. Nadie daba un duro por nosotros y Norma decidió que esto había que publicarlo. 

La cosa no se quedará en el papel. 

Lo veréis.

Lo veré.

Y, en ese momento, pensaré: bendito el día en que Rafael Nebrera dejó de tomarse las pastillas y me llamó para que ayudara a hacer algo grande. 

LA BUHARDILLA Y LA NIEBLA

Ayer, 22 de Marzo de 2014, hubo varios cruces de caminos, en La buhardilla, en la Niebla.


En primer lugar, mi novela Gente Muerta fue presentada en San Fernando, Cádiz, la ciudad en la que comencé realmente a leer, escribir, ir a la biblioteca, comprar libros, prestar libros, hacer amigos y hablar con ellos de Literatura y de otros tercios. O quintos. O litros.

Esto sucedió en un lugar llamado La Buhardilla, una cafetería biblioteca. ¿Sabéis lo que es eso? Imaginad lo que es eso. Se trata de un lugar donde puedes tomarte un café, una cerveza o un cubata, pillar un libro de la estantería y ponerte a leer. Es decir, estos lugares deberían estar subvencionados, jajaja, como las zonas verdes de las ciudades.
En La Buhardilla se organizan presentaciones de libros habitualmente, pero no solo eso, sino también exposiciones de fotografía y pintura, jornadas de cuentacuentos para niños, fiestas de disfraces, etc.

Es uno de esos lugares que deben existir.

La dueña, Gema Tacón, es una de esas personas que también debe existir. ¿Sabéis lo que hizo por mí? ¿Aparte de organizar la presentación, publicitarla, llenar el local de gente, preparar el escenario con copas de aspecto antiguo, telarañas, darnos micrófonos para que se nos oyese bien, abrir más tarde de lo que habría debido hacer por la tarde, intentando que el lugar estuviese lo más preparado posible para el evento, rechazar la entrada de clientes que habitualmente van allí con sus hijos, para que estos se entretengan en la sección infantil mientras ellos tienen un rato de ocio? Aparte de todo esto, llevó un cañón de humo.

Llenó su local de Niebla para mí.

Gema es mi prima. Bueno, es complicado de explicar, pero resumiré en que es mi prima, yo conocía su existencia, no he sabido hasta hace poco que ella regenta este sitio de puta madre, La Buhardilla, ama la Literatura como yo la amo y hace todas estas cosas por ese amor al arte.

Porque lo que ella saca de todo esto es estar el mayor tiempo posible rodeada de arte y buena compañía.

Este fue otro cruce caminos, el mío y el de Gema, que espero discurran cercanos de ahora en adelante.


Tuve la suerte de contar para la presentación con un tipo carismático, pletórico, de estas personas que sabes que cuando organiza algo se va a liar a hostias con todos los problemas y lo hará con una sonrisa.

Enrique Montiel de Arnáiz y yo, como él acostumbra a decir, nos conocemos desde hace mucho tiempo, no sabemos exactamente desde cuándo ni cómo, pero es algo que está ahí, siempre rondando en nuestras cabezas. Es un pique. Él dice que íbamos juntos a karate. Yo digo que no. Él dice que sí, que me pegaba. Yo digo que un carajo.

Bueno, en algún lugar de la infancia tardía o la juventud temprana nos habremos conocido, porque cuando coincidimos en la elaboración de una antología de relatos, ya sabíamos el uno del otro. Así que hace pico mil años nuestros caminos volvieron a cruzarse, y luego otra vez, recientemente, cuando fui a la presentación del libro 13 puñaladas, donde tuve la suerte de que mi camino se cruzara con más gente cojonuda, como Daniel Lanza Barba, Carmen Moreno, Javier Fornell, y muchos otros que me estoy dejando sin nombrar, pido disculpas de ante mano.


En esta ocasión, en la presentación de Gente Muerta, he podido conocer a otros escritores de mi entorno, Israel, Tony, Javi, Carmen... que recuerde ahora. Me encanta. No estamos en el mismo momento en cuanto a carrera literaria; me he dado cuenta de que sus lomos no tienen demasiadas cicatrices, aunque ya muestran algunas, y por tanto sus miradas tienen un fuego, y su iniciativa una verdad, que es difícil de encontrar en aquellos que ya llevamos algunos años lidiando con la gran puta a la que todos los artistas rendimos culto: Fortuna. Seguiremos hablando. Intentaré poner carteles de campos de mina, pero algunas más vais a tener que pisar vosotros, eso es seguro.



Y, por último, se han vuelto a cruzar los caminos de un entorno más cercano y antiguo, más visceral y en el que yo no soy Juan el escritor, sino que soy Juan, el pequeño contestatario, porculero, intranquilo, irresponsable, peleón, bebedor y proclive al abrazo fácil, la lágrima fácil, la mordida terrible y las noches de tormenta. Por supuesto, estoy hablando de mis amigos, y cuando hablo de mis amigos digo que me reencontré en la noche iluminada con mi mujer Isabel, con la que tanto tiempo hacía que no salía de caza y de copas, con mi hermano, el único hombre que solo tiene dos posiciones nocturnas: recto o doblado, con Luis, Domingo, Pepe, Silvia, Alicia, Mari Carmen y, bueno, todos los que no pudieron estar pero sé que de buena gana habrían estado conmigo.

Siempre estáis conmigo.

Sois parte de lo que soy ahora.

Y de esto no hay fotos, jajajajaja.

Gracias a todos los que me habéis ayudado, los que habéis estado y los que han lamentado no poder estar.

Anoche fui feliz.

Además, volvió a estar la joya de la corona, la única Andrea que importa.

¿Tengo que contar algo más?

Hablamos de mi libro, de fantasmas, de venganza, de justicia y de dioses inventados, ya que así son, en mayor o menor medida, todos los dioses.


JABÓN Y PIRATAS

No sé si lo oléis en el ambiente, pero hay una especie de corporativismo flotando que hace tiempo rebasó las barreras del compañerismo. Me refiero al compañerismo entre escritores que, cuando se hace interesado, es decir, cuando no es compañerismo por admiración o solidaridad, sino por conveniencia, excluye en cierto modo el respeto por el lector. Porque, no seamos ingenuos, la opinión de un escritor sobre otro escritor importa más que la opinión de un lector cualquiera sobre ambos. Esto es algo de lo que nos hemos dado cuenta y lo usamos, ¿verdad? Joder si lo usamos.

Y lo usamos porque una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad, sobre todo cuando la verdad es tranquilizadora y no perjudica a nadie; en principio, parece que no perjudica a nadie. Así, construimos una realidad paralela a la realidad basada en el principio del relativismo cultural, que no quiere decir otra cosa que cualquier libro es bueno si retuerces lo bastante el cristal desde el que se mira. Debería funcionar ¿verdad?

Este corporativismo ha llevado a que el mayor pecado que pueda cometer un escritor en estos momentos es criticar la obra de otro escritor. Actualmente, si queremos ser sinceros con la obra nuestra y la de otros, tenemos que atenernos a las consecuencias de un modo realmente temerario. De hecho, solo atreverte a insinuar que existen libros mal editados, es decir, publicados con constantes reiteraciones, faltas de ortografía o tipografía (que a mí a estas alturas de la película ya casi me da lo mismo, en serio), te convierte en un enemigo de la pujante industria de la novela popular, la novela que puede escribir cualquiera para que todos la disfruten. No puede haber nada de malo en que cualquiera publique una novela, un editor se la edite sin una corrección suficiente, y que nos protejamos corporativamente de modo que esto acabe siendo la norma y no la excepción ¿verdad? Si, esto tiene que funcionar.
Todo el mundo gana, pero nadie gana, realmente.

En primer lugar, preparaos porque no va a desaparecer la figura del escritor (aunque sí como lo conocíamos hasta ahora, el escritor profesional) ni de la editorial ni del lector; va a desaparecer la figura del corrector. De hecho, hoy día en la mayoría de las editoriales los escritores reciben una galerada de su obra que no es otra cosa que un modo encubierto de decir que, si aceptas esa galerada, aceptas que todos los fallos que se te puedan haber pasado son culpa tuya, no de la editorial. Así no eran las galeradas. Porque, amigo, en este nuevo mundo de literatura al alcance de todos, uno de los objetivos de la industria esa que tenemos que proteger para que no nos linchen, es acostumbrar a los lectores a comprar novelas, a gastarse su dinero en novelas que no han sido corregidas, y en las que da exactamente lo mismo que el estilo sea pobre y repetitivo, y que las tramas sean pobres y repetitivas.

Si no contribuyes a esto eres un mal compañero de los compañeros que se han lanzado a esta aventura sin haber leído dos mil libros y haber escrito cien relatos, y no se han preocupado jamás de aclarar las dudas que tenían sobre gramática, sobre laísmos, sobre concordancias verbales, sobre el oficio de la literatura. Acostumbra al lector a lo malo y ya no podrá buscar lo bueno. Acostumbra al consumidor a comprar teléfonos que se averían a los dos meses y lo asumirá como norma. Te ahorras una pasta y sigues vendiendo móviles. Debería funcionar.

En caso de dudas, solo tienes que bajar el nivel también de las novelas que ganan premios literarios y el círculo termina de cerrarse. ¿Cómo puedes acusar de que una novela sea mala si tiene los mismos defectos (que solo puede ver un crítico intransigente, según el modo de pensar actual) que una novela ganadora de este o aquel premio?

Además, ya puestos a ahorrar costes y aprovechando el corporativismo literario, lanza a tus escritores a hablar bien unos de otros, lánzalos a hacer sus propias sinopsis, lánzalos a preocuparse ellos de que los libros estén en las librerías, lánzalos a que se preocupen ellos de dónde se hace una presentación, de tener presencia en este o aquel encuentro, lánzalos a vender su obra a puerta fría, más allá del ejercicio de venta que supone en sí la fabricación del producto. Pregúntales si tienen un amigo que les hiciera la portada. Pregúntales si tienen algún contacto en la tele. Proponles una de nazis.

No se te ocurra hacerles sentirse escritores profesionales jamás, porque entonces no habrá vuelta atrás y habrás perdido a ese escritor/corrector/maquetador/organizador/publicista al que tenías convencido de que era escritor en un mundo donde escritor puede ser cualquiera.

Y escritor puede ser cualquiera, no seré yo quien lo niegue, igual que campeón de kung fu de su provincia, cualquiera que no le falte una pierna y tenga voluntad para serlo. Cualquier que tenga preparación, cualidades y empeño. Porque cuando uno es escritor profesional, no es que sepa leer y escribir, y se le haya ocurrido una historia, y haya puesto la palabra fin. No. Los escritores no son los practicantes de kung fu, son los campeones de kung fu, al menos de su provincia y, si quieren ganarse la vida con ello, de su comunidad autónoma. Todo lo demás no son escritores sino gente que podría ser un escritor si siguen trabajando en ello y si desarrollan su inteligencia, su empatía, su poso cultural, su estilo, su gramática… su oficio. Su kung fu.

Pero esto hay que venderlo, repito, y venderlo quiere decir que te lo compren, no que lo pirateen, así que tenemos un segundo problema. Tenemos que ser corporativistas no solo en enseñar al lector un nuevo tipo de literatura, una con la que es mejor que no se tropiecen tus hijos cuando estén aprendiendo a leer; tenemos que ser corporativistas también en llamar piratas a los lectores que se descargan un libro de internet y se lo leen, y no le pagan un duro a nadie. Porque la industria se va al carajo si no ganamos dinero con los libros. Y estoy de acuerdo: la industria se va al carajo si no ganamos dinero con los libros, pero la industria de los videojuegos no se está yendo al carajo y los videojuegos se pueden piratear. Entonces ¿qué sucede con los libros? A lo mejor, lo que sucede, es que para hacer un videojuego tienes que ser un profesional como la copa de un pino y te tienes que rodear de profesionales, y el producto final merece el dinero que pagas por él. Quizá el lector, por mucho que lo mareemos, por mucho corporativismo que hagamos, puede ser transigente hasta cierto punto y puede no criticarte un libro por los múltiples fallos, lugares comunes y obviedades de tu novela, pero eso no quiere decir que lo vaya a regalar a su pareja en Navidades, no sé si me entiendes.

Y la industria del videojuego se irá a la mierda si comienza a igualar a la baja, porque, no nos engañemos, los videojuegos son cada vez mejores. ¿Sucede lo mismo con las novelas?

Quizá lo que sucede es que no estamos dejando boquiabiertos a los lectores de modo que quieran aplaudir y echar dinero en la gorra que, finalmente, todos los artistas tenemos que pasar para ganarnos la vida. Porque, no sé si os habéis dado cuenta, pero si la gente no pega palos en las librerías es porque los libros no se comen, ni se beben, ni se chutan, ni te cubren del frío, ni curan las enfermedades. No, ni los libros ni la Ópera.

Sin embargo, tenemos derecho a que nos paguen por nuestras novelas porque somos los autores, las ideas son nuestras, el esfuerzo es nuestro y el mérito es nuestro. ¿Es así? Vale. Y digo yo una cosa, ya puestos ¿por qué no le pasamos a George Romero una parte de lo que ganemos con novelas en que los zombis transmiten su maldición a través del mordisco y solo mueren de un tiro en la cabeza? Quiero decir, que si nosotros estamos jodidos sabiendo que nuestros libros se están descargando gratis, más jodido tiene que estar él pensando en la cantidad de millones que se ha ganado gracias a su idea sin que nadie le pase un duro.

Ya que nos ponemos tan estupendos con esto de nuestros derechos ¿cómo es que usamos la imagen de otros que se han ganado su status a base de trabajo y talento, lanzando campañas que atribuyen a este o aquel escritor ser «el nuevo Stephen King» o a esta o aquella obra ser «una mezcla de El silencio de los corderos y Resident Evil»? ¿Acaso no sabéis que la fama de esas obras o esas personas no os pertenece para que la uséis como reclamo?

No sé si habréis oído alguna vez la expresión «antes de criticar esto te tienes que lavar la boca con jabón». Hace pensar. Porque robar está mal solo cuando es delito ¿no? Pero robar las ideas de un autor o el nombre de otro, en este sentido no lo es, así que no es delito, así que no está mal y lo hacemos. ¡Si estamos robando hasta portadas de libros, por favor! Y somos corporativistas y no ponemos en evidencia una mala edición, pero dejamos sin trabajo a los correctores. Igualamos a la baja todas las novelas para que el escritor de al lado alabe la nuestra, nos pedimos cada vez menos, porque el escritor de al lado no va a chistar, y los lectores te dirán que eres muy guapo, porque siempre hay un lector que te diga que eres muy guapo, y la rueda gira, pero ya no sabemos si cuesta abajo o cuesta arriba. Engañamos a los lectores dando prestigio a algunos premios literarios que sabemos que están concedidos de antemano, que son un adelanto de los derechos de autor. Engañamos a los lectores repitiendo una y mil veces la misma idea, el mismo concepto, y le ponemos el nombre de un subgénero, así ya no nos estamos repitiendo, sino que escribimos subgénero, y hacemos piña entre nosotros y nos preparamos para que suene la caja registradora.

Pero la caja no suena, gilipollas ¿es que no te das cuenta?

Y la culpa no es del lector, porque el lector es mitómano por naturaleza y quiere estar cerca de sus objetos de culto, y los compra, porque cree que es justo y es bueno, y porque eso da más valor a su sentido poético de ver la Literatura. Porque compra lo que es especial.

No. Estamos equivocados. Cuando todos ganan, nadie gana. Si todos los aprendices de kung fu ganan la provincial y se presentan a la autonómica, y también pasan todos, y luego pelean entre todos para ser el mejor practicante de kung fu de su país, y todos hacen ruido y dicen que eso no existe, que todos son buenos (algunos han entrenado dos meses y otros diez años, algunos son gordos o cojos, y otros rápidos o letales, pero todos buenos), cuando eso sucede ¿quién coño esperas que compre una puta entrada para ver la gran final?


Di la verdad. A ti no te importa que te roben. A ti lo que te importa es pagar las facturas con lo que escribes. Entonces, pienso, ¿qué tal si nos ponemos a escribir en serio y dejamos de salvarle la vida al que no lo está haciendo? ¿Qué tal si dejamos de llamar ladrón al lector que ha decidido leer nuestro libro pero no comprarlo? A lo mejor no es solo su culpa. Pensad en los videojuegos. Cada vez más calidad, cada vez más inversión, cada vez menos complejos y, al final, están haciendo arte y viven de ello.  

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